Cuando compramos este disco, creo que no conocía mucho de la Velvet. ¿Lo he confesado ya en alguna otra ocasión? Mi ignorancia era casi modélica, y lo que a mí me ponía las pilas era el Rock and Roll Animal. Entonces era Navidad (en muchos de los mitos, entonces era Navidad; por ejemplo, cuando me dejó el primer disco de The Church mi amigo Víctor); entonces era Navidad y afuera brillaban las lucecitas y los escaparates de las tiendas. A lo mejor mezclo los tiempos..., pero no, para mí «Candy says» era «Sunday Morning» y «What goes on» era «Sister Ray». Había leído algo sobre la aventura ruidista y las letras sobre mundos barriobajeros, pero The Velvet Underground era el primer disco del grupo que escuchaba con atención.
Mi hermano había pescado «That's the story of my life» en la radio y había decidido que era algo que valía la pena. El disco se acomodó en el plato y la aguja cayó en los surcos.
Y sonaba raro. Sonaba a habitación cerrada. Sonaba a que la Navidad era para los demás. Feliz Navidad a todo el mundo, por cierto (pero no sé por qué, si eso es imposible hablando de este disco y cerrando con «After Hours»). Sonaba muy arriesgado, desnudo, como si un cantautor mostrara la paleta de colores con los que puede trabajar y decidiera acabar en blaco y negro y deprimido.
Eso sí, no me pareció incendiario, ni adelantado a su tiempo, ni vanguardista (me empeñaba en escuchar «The Murder Mystery» y teñir el resto del disco con ese color, por si el blues, el rock anfetamínico y las baladas adquirían una pátina de prestigio suplementario). Pero me parecía un gran disco. Hipnótico. Casi conceptual.
Y así ha seguido hasta hoy. Para mí, por encima de la banana, por encima del ruido blanco, está este tercer disco (que para mí era el primero), y no digamos sobre el cuarto, puesto que faltaban años para que lo escuchara, y encima jamás se repondrá de que «Sweet Jane» y «Rock and Roll» ya estuvieran antes (anacrónicamente) en el Animal de Lou Reed.
¡Qué dices, chalao!
Pues lo reitero. No puedo debatirme durante años en decidir si «Candy» es Doug Yule o Lou Reed, o si me debo arrepentir por pensar que era una canción de soledad femenina (cuando resulta que habla de Candy Darling) y luego, como si nada, decidir que es un disco menor. Y ya no me importa que John Cale no esté, pues también me he cansado de forzar la felicidad de las parejas felices.
Sí, la emoción es superior a la inteligencia en materia de música. Yo no entiendo muy bien (ni medio bien) lo que dicen las canciones. Lo que tengo son relaciones con los discos. Y mi relación con el primer disco de la Velvet es nula. Es un disco que jamás he tenido. Lo he grabado, lo he vuelto a grabar, y me lo he comprado en caja de lujo con banana lentamente peladiza; pero jamás me he enamorado de él como de éste. (Ojo, de sus canciones sí. Perdidamente.)
Es lo que hay. Si queréis, puedo rezar: «Jesus, ayúdame a encontrar mi sitio..., porque estoy cayendo en la desesperación»; o si queréis, puedo ya despedirme: «Si cierras la puerta, la noche podrá durar para siempre... y nunca volveré a ver la luz de nuevo.». ¡Vaya, desde luego es un disco de habitación cerrada! Un disco como para meterse en un armario y mezclarse con los abrigos. Meterse en el armario y ocultar que uno es incondicional de esta gran obra maestra.
Para quien guste de poner la aguja y que se deslice unitariamente hasta el final, aquí el disco entero.
Para quien quiera hacer la degustación canción a canción a canción a canción.