El 16 de mayo de 2007 estuve con un par de buenos amigos en concierto que ofreció la gran Rickie Lee Jones en Barcelona. Iba con la esperanza de mantener el arrobo que me había proporcionado su disco:
The sermon on the exposition boulevard. ¿Cómo había llegado al disco? Ya no me acuerdo. Probablemente curioseando en alguna tienda encontré la edición limitada. Era muy atractiva: el disco, un dvd del making off, un libreto con amplia información, fotos... ¡Y era Rickie Lee Jones, una de mis preferidas! ¡La que salía en la contraportada del
Blue Valentine de Tom Waits!
Hacía varios años que le había perdido la pista a esta buena señora. Pero para mí era desde luego una fuerza de la naturaleza. ¿La había descubierto con
The Magazine, en 1984?
Quizá, pero el caso es que recuperé rápidamente sus tres primeros discos (dos elepés y un epé) y continué con el quinto (
Flying Cowboys), y luego (ya en formato cedé) con los siguientes, hasta
Naked Songs. Pero en ese momento me había cansado un poco (¿quizá ella también, y eso se notaba?). Me había cansado de seguir su carrera, pero no de seguir escuchando sus cinco primeros discos, puesto que la pasión que me había encendido estaba lejos de apagarse.
Pasaron los años y se produjo el milagro. La magia volvió. (La magia no se había ido nunca de la huella viva que ha dejado en sus discos, pero volvió en forma de renovación personal.) Comprar un disco de un artista en el mismo momento en que es editado. Comprobar su estado espiritual. Sentir con él. Volar con él. Esa es la magia que me atrapó con el sermón del bulevar. Esa magia que te hace desear tener su teléfono y llamar para darle las gracias. Bueno, eso no fue posible. Pero en mayo de 2007 pude hacerlo mientras aplaudía a rabiar en su concierto. No puedo olvidar el momento en que cantó «I was there» (no podéis imaginar lo que es esta canción, no lo podéis imaginar; es...) y le gritó al guitarrista, así de pronto, que la iban a hacer en Re (la original del disco está en Sol). Era una urgencia. Necesitarlo y hacerlo. Sentí que no era capricho. Sentí que estaba siendo testigo de algo grandioso, como si se hicieran las canciones a sí mismas, de nuevo, delante de mí, y como si los artistas y el público estuviéramos compartiendo con asombro la misma maravilla.
Eso es lo que buscamos en la música. No lo dudéis. Aparte del entretenimiento más inmediato, y de la fuerza física del baile. Buscamos el éxtasis.
Gracias, Rickie Lee.
Este disco (del que tan pocas canciones hay en el tubo, pero ya no aguanto más sin hacer esta entrada en el blog; me cito a mí mismo: «Tampoco es que sea tan importante que todas las canciones de un disco estén ilustradas por vídeos, pero The Sermon on the exposition Boulevard, una obra maestra como la copa de un pino (una obra de arte que trasciende la mera forma de un disco), merecía mucho más (y eso que Rickie tiene varias obras maestras).» ), este disco nació de un proyecto de Lee Cantelon. El hombre quería grabar una versión recitada de su versión de las palabras evangélicas de Jesucristo. Eso digo yo: ¡Jesucristo! Bueno, parece que era un proyecto muy callejero, con bajo presupuesto, pero con muy buenas ideas. Le pidió a Rickie Lee que leyera. Y Rickie Lee le pidió que la dejara cantar y... «Nobody knows my name» a la primera toma. De hecho, la mitad del disco fueron primeras tomas. Algunas simplemente increíbles, milagros de inspiración.
Rickie reinterpretó las palabras del libro de Cantelon y creó las canciones, junto con él y Peter Atanasoff. Se transformó en un disco de Rickie, al menos, la mitad de él. Ella se comprometió con el mensaje espiritual, con el intenso deseo de conseguir que la palabra viva en el corazón de las personas. Se confiesa de izquierdas, y no cree en una sola religión. Tampoco pretende evangelizar a nadie. Pero buscaba expresar lo inexplicable siendo ella misma.
Es un disco de marcada diversidad con respecto a su estilo más hegemónico. Es mucho más rock, y también mucho más folk. Es... una obra maestra que espera el oído que la merezca.
En el concierto, en 2007, me encontré con una señora mayor, no con la estupenda novia de Tom Waits. Pero la señora, amigos, ardió en el escenario. Se entregó. Hizo que el tiempo tampoco pesara sobre mí (que ya me acerco mucho a un señor mayor).
Gracias, Rickie Lee.