David Bowie ha muerto y me he llevado un disgusto tremendo, porque no solo no me parecía viejo, me parecía inmortal desde que bebió la sangre humana en la película "El ansia" junto a Catherine Deneuve y eso me ha hecho palmaria mi propia finitud. Ha muerto demasiado pronto, pero lo ha hecho ganando mi admiración. Porque para acabar, se ha vuelto a quedar con nosotros (por lo menos conmigo). Ha vuelto a ser imprevisible. Se ha apartado de los focos y de un paso lateral se ha ido, esta vez sin trampas ni maquillaje, sin cambios de piel ni de argumento, uno de los pocos personajes que todavía no había interpretado.
Atrás quedan millones de momentos que me han emocionado durante su carrera artística (no sólo musical). No estando siempre de acuerdo en su línea artística, pero siempre reconociendo su talento. Siempre por delante, siempre avanzado, por eso quizás se ha ido pronto, para adelantarnos.
Bowie
ha muerto de cáncer sin que nos hayamos enterado, sin dar noticias de ello, mientras discutíamos
si su último disco era bueno o malo. Ha fallecido anónimamente, como uno más, sin
recurrir a los periodistas, ni a las redes sociales, para que nos
solidarizáramos con su sufrimiento y el de sus familiares. Igual que
todos los millones de incógnitos que enferman, se curan o mueren todos los
días, callados, llevando dignamente su experiencia, sin usar ni bombos
ni platillos, sin escribir libros o dar entrevistas. Incluso, ha tenido el desparpajo de hacerlo con un
vídeo premonitorio como si quisiera darnos la noticia poco a poco sin que nos asustáramos.
Una última
reverencia final del duque antes del cierre del telón, desapareciendo al
frotar su lámpara de Aladino, sin ni siquiera esperar al aplauso
enfervorizado que yo hoy le estoy dando ahora mismo genuflexo.
See you in heaven Duke... Or not... Ashes to ashes.
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